Ante la fiesta de la Divina Misericordia y la Beatificación de Juan Pablo II
“Dios, en su gran misericordia, nos ha hecho nacer de nuevo”: Ojala que, como al incrédulo Tomás Cristo nos haya hecho, en esta Pascua, renacer de la increencia, de la flojera, de la duda, y del descuido en la fe y se haya incrementado nuestro amor. Porque ¿quién puede no amar a quien se entrega hasta dejarse traspasar por clavos y lanza en un suplicio como el de la cruz?
A vivir amando y perdonando, como Cristo, nos enseñó también el nuevo Beato Juan Pablo II: imposible olvidar y no conmoverse ante esa conocida fotografía en la que se ve al Papa, en una estrecha celda carcelaria, junto al que quiso matarle. Se ha sabido que su frustrado asesino nunca le pedió perdón. Pero, precisamente ahí se muestra clara la diferencia entre el santo y el criminal: el santo ofrece el perdón, aunque el criminal siga odiando. El santo mejora el mundo, mientras que el criminal lo destruye y deteriora.
“Trae tu mano y métela en mi costado”: Como Tomás también nosotros, al comulgar, podemos tocar y hasta meternos en las llagas del resucitado y experimentar su amor y su misericordia sin medida. Y nos parecerá muy creíble la revelación que recibió Santa Faustina, origen de esta fiesta. La santa, escribe en su Diario, que escuchó en su interior cómo Cristo le decía: “Deseo que la Fiesta de la Misericordia sea refugio y amparo para todas las almas y, especialmente, para los pobres pecadores. Ese día están abiertas las entrañas de mi Misericordia. Derramo todo un mar de gracias sobre las almas que se acercan al manantial de mi Misericordia”.
Nos encomendamos, ante su beatificación, al queridísimo y recordado Juan Pablo II y le agradecemos haber instaurado en la Iglesia esta fiesta tan necesaria para nuestro mundo que tanto requiere del perdón y de la Misericordia.
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