Cuarto día de la novena a Santa Eufemia
yo, Eufemia de Calcedonia, doy testimonio de mi vida y martirio:
Recuerdo que recibí el bautismo a los quince años, tras un tiempo de catequesis o catecumenado, y que experimenté que era verdad lo que se leyó en aquella inolvidable y larga vigilia de la noche anterior a la Pascua, cuando en el campo comenzaba a despuntar la primavera, en la que fui bautizada: “Por el bautismo fuimos sepultados con Cristo en la muerte, para que, lo mismo que Cristo resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva. Pues si hemos sido incorporados a él en una muerte como la suya, lo seremos también en una resurrección como la suya” (Carta de San Pablo a los Romanos 6, 4-5). La fortaleza y el empuje recibido en ese día no me abandonaron ni siquiera a la hora de mi muerte martirial.
Aún menos olvidaré aquella comunión que siguió al bautismo en la que un anciano, al que los cristianos llamamos obispo, realizó con gran piedad lo que había yo escuchado en el catecumenado cuando nos leían y comentaban una Carta de San Pablo, que decía: “Porque yo he recibido una tradición, que procede del Señor y que, a mi vez, os he transmitido: que el Señor Jesús, en la noche en que iba a ser entregado, tomó pan y pronunciando la Acción de Gracias, lo partió y dijo: “Esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros. Haced esto en memoria mía”. Lo mismo hizo con el cáliz, después de cenar, diciendo: “Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre; haced esto cada vez que lo bebáis, en memoria mía”. Por eso, cada vez que coméis de este pan y bebéis del cáliz, proclamáis la muerte del Señor, hasta que vuelva” (Carta de San Pablo a los Corintios 11, 23-26). Desde entonces la comunión me ha dado fuerza y alegría para vivir y fortaleza para morir por Cristo.
0 comentarios