Tercer día de la novena a santa Eufemia
Yo, Eufemia de Calcedonia, pongo por escrito el testimonio de mi vida y martirio:
Mi descubrimiento de la fe cristiana, no recuerdo con precisión como fue, pero aún late con fuerza mi corazón cuando pienso en el gozo que experimenté cuando conocí y participé por vez primera en la reunión de la pequeña comunidad cristiana de mi ciudad, que tenía lugar de manera clandestina, en una casa particular, a la que me llevó, porque se lo pedí con insistencia, una familia de esclavos de mi padre que eran cristianos.
Sentada en el suelo, entre las mujeres que se preparaban para el bautismo, cubiertas con sus velos, escuché que se leían estas palabras que ya nunca he olvidado: “Llevamos este tesoro en vasijas de barro, para que se vea que una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no proviene de nosotros. Atribulados en todo, más no aplastados; apurados, más no desesperados; perseguidos, pero no abandonados; derribados, mas no aniquilados, llevando siempre y en todas partes en el cuerpo la muerte de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo. Pues, mientras vivimos, continuamente nos están entregando a la muerte por causa de Jesús; para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestra carne mortal” (2ª Carta de San Pablo a los Corintios 4, 7-11). Y ¡cómo sentí desde entonces en mi interior esa fuerza!
Me impresionó lo que escuché y lo que vi, aunque no asistí a toda la ceremonia, pues cuando iban a comenzar lo que llamaban la celebración de los Misterios (la Misa) nos despidieron a mí y a los catecúmenos. Me entusiasmó la alegría y la valentía de aquellos cristianos calcedonenses y ya no falté a las reuniones del domingo, aunque a veces no me resultaba fácil escabullirme de casa. Pero, como gozaba de la confianza de mis padres, consentían que saliera acompañada de una esclava.
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