El orgullo y la tarea de ser misioneros hoy
Hoy, Domingo de las Misiones, escuchamos en la segunda lectura de la Misa una especie de testamento de San Pablo, el gran misionero, que, al final de su vida no se enorgullece de sí mismo, sino del mensaje transmitido, que le confió el mismo Dios. Y reconoce que le fallaron muchas veces los hombres, pero nunca le falló el Dios que confió en él, haciéndolo su mensajero.
Es justo lo contrario de la actitud farisaica, que tan vivamente nos presenta el evangelio que leemos en este día. El engreído fariseo piensa que él es el importante y que, por eso, hace un favor a Dios cuando le sirve o le reza. Menos mal, que a su lado hay un humilde publicano que, como San Pablo, sabe que su pequeñez no le impide esperar en el Dios que “está ceca de los atribulados y salva a los abatidos” (salmo) y “no desoye los gritos del huérfano” (primera lectura).
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